jueves, 7 de enero de 2010

Los límites del partido y del socialismo de control

El socialismo devino en una sociedad sometida a la lógica del control; el partido se sobrepuso al estado y la sociedad con el monopolio de la ideología, la política y la educación. La sociedad no adquirió su propia dialéctica, quedó sometida al mando vertical y el “poder en circuito cerrado”, técnico, sistemático, manipulado por especialistas y hombres que eran piezas de la maquinaria formada para la dictadura. Su resultante fue otro modo del totalitarismo: donde los derechos, las dimensiones sociales y todo se somete al sistema, ahogando las fuerzas sociales que debieran liberarse de acuerdo a los fines de esta sociedad.
La desestalinización no cambió esa dinámica. Se estancó como crítica del “culto a la personalidad”, a la “violación de la dirección colectiva del partido, la legalidad revolucionaria y el centralismo democrático” [Khrushev. Comunicado secreto al XX Congreso del CC del PCUS. Feb.1956].
La crítica no penetró en las deformaciones del partido ni en la estructura sociopolítica general. Seguía sometida a la lógica del control. “En la actualidad - se decía en el XXII Congreso del PCUS, 1961 - adquiere primordial significación el control por el partido, el estado y la sociedad de arriba abajo y de abajo arriba”. “El control es una de las formas de poner en práctica el principio de la crítica y la autocrítica” [¡¿?!], “se eleva todavía más por el papel del partido”, debiendo evitarse la concentración del poder con la renovación sistemática de sus órganos, con el centralismo-democrático y la disciplina rigurosa.
En pocas palabras: el deshielo ruso buscaba democratizar el partido pero no la sociedad. Esta seguía siendo dependiente. La llegada de Breshnev en 1964 endureció más aún esta estructura, hasta que el socialismo soviético se derrumbó.
Una batalla se ganó con todo eso: la infalibilidad histórica del partido se derrumbó, la fe en la locomotora de la historia y en la secta partidaria no era suficiente para conservar su atingencia histórica.
En esta limitación radicaba también el alcance de la LLE. Este organismo concentró su trabajo en la cuestión del partido, sin replantearse las relaciones de éste con la sociedad y el estado. Más aún, la explicación de la desviación del socialismo hacia el stalinismo por el atraso ruso o por la construcción en un solo país, no dejaba de exhibir la señal de ser una justificación. El mismo J. R. cayó en esa trampa. “La fatalidad histórica del socialismo en un solo país - dice en su célebre Ensayo - condicionó, sin duda alguna, esa deformación cognoscitiva que constituye el culto a la personalidad. ...una deformación de la conciencia”; “la esencia del stalinismo no puede considerarse sino como un fenómeno que se origina en la esfera del conocimiento, en el ejercicio de la conciencia organizada, y constituye, por tanto, un padecimiento específico del partido”. (Por eso, no es extraño que la izquierda comunista reconociera el “valor” de J. R., sobre todo después de morir éste).
La metáfora organicista del cuerpo del proletariado sin cabeza prolonga esta concepción y no penetra en el verdadero problema: la organización y los fines del socialismo fueron dejados de lado, tanto por los viejos comunistas que justificaban toda realidad socialista sin preocuparse por su validez histórica, como por la LLE hipnotizada por el juego de la democracia interna. Parece suponerse que el cuerpo es asiento de necesidades, deseos y trabajo; la cabeza dirige, traza los fines y conduce la actividad. La sociedad, pues, es activa como motor y el partido es activo como conductor de la historia, según esta metáfora.
¿Será, preguntamos, que la historia del futuro repetirá el esquema de dominio de una clase minoritaria o podrá revertirse esto para constituir la soberanía social donde la organización facilite la participación de todos en los asuntos públicos? La respuesta la dio la misma revolución. La soberanía radica en la organización efectiva de los consejos obreros donde se conozca, se delibere y se decidan los rumbos sociales. Obviamente, eso no supondría la percepción de la clase obrera con las características que tiene en el capitalismo; sino que ésta, renovada, reconfigurada históricamente, estaría dotada de las formaciones internas, del saber teórico y las aptitudes para la acción pública necesarias para gobernarse a sí misma.
Quizá por ello, como sostenía el MER, la LLE no pudo impedir sus divergencias, pues ésta, como el PCM, también carecía de conexiones con la clase obrera. Tarea que sigue siendo de urgencia en el movimiento socialista diezmado hoy en sus filas.
Al respecto, la diferencia de concepciones entre el espartaquismo y el leninismo es clara: el espartaquismo supone un movimiento socialista basado en condiciones plenamente desarrolladas, donde la clase tiene la experiencia y las condiciones para ejercer su poder y organizarse a la altura de la transformación histórica, donde el poder tiene funciones definidas por las mismas condiciones, no por un acuerdo entre la democracia y el centro; el leninismo tiene su contexto en un país atrasado, donde el obrero carece incluso de derechos sindicales, y el partido, obligado a la clandestinidad y la ilegalidad totales, sólo puede actuar con un “centralismo absoluto”.
Ahora se ve clara la contradicción donde la LLE y el espartaquismo se vieron envueltos. Por un lado, un contenido leninista, sin el cual es muy difícil lograr la unidad ideológica y de acción de los movimientos en México; por otro, impulsar la dialéctica propia de las masas obreras en un país donde su acción económica, sometida a normas jurídicas, al control sindical y su alineamiento al estado, hacen doblemente difícil lograr su independencia.
Lo cual no implicaba un problema de maniobra o de habilidad para integrar un movimiento compuesto, pues entonces el problema se refería a las condiciones históricas donde surgía. ¿Era México un país plenamente moderno? Ya ha sido visto algo de esto. Su punta de desarrollo era el capitalismo y su condición era el movimiento obrero que dio muestras desde 1906 (huelgas de Cananea y Río Blanco) hasta 1959 (huelgas ferrocarrileras) de capacidad de aprendizaje, así como de su impotencia para actuar como clase política. Su condición política, sin embargo, padecía el atraso de ser monopolizada por un partido de corte caciquil, con el corporativismo sindical y agrario, el control electoral y el estado paternalista que difuminaban la percepción de los conflictos de clase para la mayoría de la población.
Es decir, México era un país avanzado en lo económico y atrasado en lo político. Pero, además, se daba una condición no contemplada por los clásicos del marxismo: la dependencia y el subdesarrollo; la existencia de un capitalismo que posee medios de producción y mercado de bienes de consumo general, pero que está atado al abastecimiento de medios de producción y materiales modernos por parte de los países imperialistas. De manera que, mientras más crece y se desarrolla, más depende del exterior, convertido en un satélite de los grandes centros capitalistas mundiales.
Este es el escenario complejo en el que México se desenvuelve, cuya problemática se proyecta en la transformación histórica y la formación de cualquier organismo orientado a la misma, sea partido o de otro tipo.

El problema cardinal de hoy

Hoy, no cabe duda, las perspectivas obreras de la transformación histórica no pueden provenir del capitalismo globalizador supranacional; pero tampoco de los partidos de oposición que disputan su participación en el poder capitalista. Los cambios no sobrevienen espontáneamente. Las tendencias no se hacen reales a la manera natural sino con la intervención de la conciencia y la praxis. Incluso en una situación de crisis, como lo hiciera ver Reich en 1929, ésta no conduce automáticamente a la revolución y se abre a dos tendencias: el fascismo o el socialismo. Hacer triunfar la segunda depende de la conciencia y la organización del partido y los trabajadores.
Pero el asunto de la transformación histórica no encuentra ahora su problema exclusivo en la construcción del partido, sino que adquiere toda su significación solamente en conexión con la clase. La construcción del partido es inseparable de la formación de la clase; no presupone una clase ya dada, organizada definitivamente, sino una clase en devenir histórico; ni presupone tampoco una organización única, con una doctrina ya elaborada, sino con un pensamiento capaz de aprender de la historia.

¿Existe aún la clase obrera?

Al ingresar en este asunto, salta a la vista el problema de su contenido. Obrero es el que hace obra; por eso la clase trabajadora no es sólo objetual, es decir, un conjunto caracterizado por su condición económica de asalariados, sino también una forma de conciencia colectiva y de praxis. Y, como todo lo existente, se da en un devenir. Obvio es decir que la “misión histórica” de la clase obrera no tiene nada que ver con ningún mesianismo. Es, simplemente, la “función” que le toca cumplir en el devenir de la humanidad, por la condición histórico-universal de ésta. Igual que a otras clases les ha correspondido cumplir con la suya en su condición de vigencia. Como todo lo existente, se da en un devenir, donde se configuran las formaciones históricas siguientes:

* Clase obrera formal o posible. Es el conjunto de trabajadores cuya conciencia se concentra en la noción del trabajo como actividad obligada en el mundo humano.

* Clase real. a) Clase “en sí”. Es el conjunto distribuido en áreas (pública, privada, civil), en grupos (operadores, técnicos, profesionales), en sectores (agrícola, industrial, servicios), en ramas (de medios de producción: maquinaria, equipos, materiales; y de transformación: producción de bienes de uso o consumo final, tales como construcción, vidrio, mueble, energética, etc.). b) Clase “para sí”. Es la organización general de la clase por su posición en la producción y la distribución del producto; su conciencia implica ya la visión general de la sociedad, de su participación en la producción y el ingreso, de su valor aportado a la sociedad y, sobre todo, de su explotación a través de la plusvalía.

* Clase política. Es la organización en torno a los asuntos generales, del estado, la estructura, la organización, los principios y fines de la sociedad vigente. Su conciencia va ligada a la existencia del partido que le aporta el saber teórico sobre dicha sociedad y sobre la organización de sí misma con miras a la transformación histórica.

* Clase histórica. Es la organización orientada a la transformación de la sociedad y la formación de la nueva. Su conciencia asume las tendencias que son condición para la realización del socialismo, los fines y formas de la nueva sociedad, así como de su papel en la construcción futura.

Por supuesto, aunque entre estas formaciones hay una lógica, no son fases de una secuencia necesaria de un proceso, niveles o eslabones de un procedimiento. Son determinaciones que reúnen a formas de organización, contenidos de conciencia y modos de acción en momentos que son totalidades con funciones propias en la sociedad, y cada una contiene en germen a la totalidad histórica de su misión y destino.
La clase no es agregado de piezas sino un devenir dialéctico que contiene en posibilidad la concretización de sus momentos, pero no se desenvuelve fatalmente. En sus contenidos figuran la conciencia y la praxis, que no son elementos mecánicos sino formas efectivas que sólo se dan en condiciones de gestarse con la razón y la voluntad humanas, no reacciones materiales o formas biológicas que se desenvuelven inevitablemente. Su existencia no es forzosa sino libre. Sus formaciones son momentos y, en cuanto tales, continúan y anteceden a otras formaciones; también son terminales, es decir, tienen forma que les da una existencia propia que tiende a permanecer en sí misma y conjugar a funciones sociales determinadas; pero en cuanto punto del devenir, tienden a removerse y reconfigurar otra formación superior.
Así, por ejemplo, la forma natural del trabajo como “metabolismo del hombre con la naturaleza”, encuentra en la necesidad biológica su función y se vuelve conservador. En tanto que el trabajo como parte de la interrelación social con la producción, la propiedad, las necesidades generales, es formación civil cuya existencia no es posible sin los medios de producción, la propiedad moderna capitalista, la economía dineraria, las funciones generales de la educación, la salud, la seguridad, el abastecimiento, la producción. Y como formación que apunta hacia la estructura, la organización y los fines sociales, es momento político que, en lo moderno, presupone la libertad ciudadana, el ejercicio público, los derechos universales de expresión, asociación, manifestación, etc., así como un estado basado en un régimen de derecho impersonal y una entidad nacional que da unidad a todo ello.
Su existencia, pues, no es natural o fatal; es susceptible o posible, puede estancarse en su formación objetual de base y nunca desarrollarse como clase. Y aunque suponga la existencia de condiciones reales, necesarias e ineludibles para adquirir su formación como clase histórica, es una formación constituida, no cosa existente por sí misma. Y precisamente por eso, la formación de la clase no emerge de la práctica espontánea de ella misma, como suponían el anarquismo, el izquierdismo ingenuo que afirmaba la transformación automática de las luchas sindicales en revolucionarias o el precarismo que, luchando por las necesidades más elementales de techo y comida para los grupos marginados, creía gestar el germen de la conciencia y el movimiento revolucionario del futuro.
Al contrario, la actividad formadora de la clase no es un asunto de práctica, de tareas reiteradas que “educan” a los obreros y les hacen entender naturalmente lo que sucede, sino de la praxis, ordenada racionalmente con el conocimiento teórico de las condiciones necesarias, pero a la vez con la libertad y la acción históricas que pueden remontarse hacia los fundamentos humanos universales para proyectarlos en el devenir futuro. Asunto que sólo puede emprender un organismo especialmente preparado para ello.
Entonces, las formas de organización de la clase no son las de la fábrica, el ejército, la gleba, el gremio, sino la asociación política, el frente general obrero, el consejo, la célula, el partido; diferentes a sus formas institucionales, según la función que cada grupo cumple (en la educación, la producción, la salud, etc.); y a sus formas organizacionales (como sindicato, partido político o estado revolucionario), según su perspectiva histórica, etc.
Su conciencia, igual, varía según sus momentos: económica, civil, política, histórica nacional, para dejar paso a la conciencia del género humano que, como fundamento universal, es condición que al volverse un fin en sí misma, se vuelve meta o estado a alcanzar. Y, sobre todo, la conciencia de la clase no es un medio, reflejo o agregado circunstancial de las condiciones objetivas; tampoco es simple conocimiento o saber. Toma su máximo significado como autoconciencia que, al revertirse sobre la clase misma, le abre los horizontes de su realidad, de su actuación, de sus posibilidades y de su modo de vida propio. Este contenido de su conciencia, puede afirmarse, es el que hace posible que “la liberación de la clase obrera sea obra de ella misma”, como decía Marx, aunque sin profundizar al respecto. [S. Iglesias. La tragedia del socialismo. 1991].
Y, no puede eludirse, al tratar este problema se debe responder a la pregunta que atormenta a los académicos: ¿existe la clase obrera? Hace ya tiempo que, en el medio profesional invadido por la soberbia de la especialización y un nivel de vida más elevado, igual que los trabajadores de las empresas estatales a los que se llamó “obreros aristocratizados”, se dejó afirmar que la clase obrera ya no existía porque la lucha de clases había decrecido y parecía no ser el motor del movimiento histórico como había dicho Marx.
Es evidente, la lucha de la clase obrera ha decrecido. Son muchos los factores que inciden en el freno de su actividad. Entre ellos: la división provocada por las desiguales percepciones salariales, el control sindical que saca a los obreros de su perspectiva política e histórica para amarrarlos a las demandas económico -civiles, el control charrista o corporativo, el papel de la educación general que genera una conciencia abstracta de los habitantes o ciudadanos, etc.
Pero la formación de clases, determinada por la posición de los grupos sociales en la producción y la distribución del producto, coexiste con otras formaciones sociales; tales como:

1. La formación “atómica o molecular” de los individuos y familias que, naturalmente, componen la sociedad;

2. La formación de interrelación general de personas, trabajos, productos y servicios, que integra una cadena colectiva donde la interconexión general condiciona todos los hechos sociales;

3. La formación masiva que, concentrada en el consumo, el entretenimiento y la diversión, desconcretiza a las personas y las reúne indiferenciadamente como clientes, espectadores, audiencia;

4. La formación corporativa que alinea a los trabajadores en torno a las redes empresariales con una ideología, una educación, una psicología y una adhesión a la empresa que sustituye a la adhesión a la clase, al pueblo, a la nación.

De tal manera, la acción de la clase obrera como clase productiva se ve contrarrestada por su conversión en segmento de consumo que la vuelve pasiva; su independencia es bloqueada por los nexos de dependencia que generan las corporaciones; su libertad ideológica es combatida desde dentro del aparato educativo, la ideología burguesa difundida en los medios, etc.; su acción es frenada por el monopolio político de los partidos y el estado, por la ilusión sindicalista de resolver los problemas dentro del sistema existente. No es extraño, entonces, que la lucha de clases haya decrecido. Sobre todo porque la ausencia de un partido político propio no le permite contrarrestar los efectos antiobreros de los factores señalados.
En síntesis, las condiciones de existencia de la clase obrera están allí. Son la propiedad privada sobre los medios de producción, la apropiación de la plusvalía por el capital y el proceso mercantil; la causa principal de su inexistencia histórica es la ausencia de su verdadero partido de clase, las causas secundarias provenientes de la acción del capital ya se anotaron.
Pero, debe señalarse, la estrategia seguida por el capitalismo le ha dado resultado. Ha frenado la acción histórica obrera y la ha aislado de las clases susceptibles de ser sus aliados en la transformación histórica: los campesinos y las clases medias.
A los campesinos, el capitalismo los expolió transfiriendo la riqueza producida por el campo hacia la industria a través de los subsidios a los alimentos, imponiendo bajos precios al productor; la suspicacia de éste ante el obrero de la ciudad y el profesionista tiene su origen en esa explotación que favoreció a las capas urbanas. A las clases medias las ha separado de los obreros imponiendo a las empresas pequeñas el mismo régimen laboral y de prestaciones sociales, que resultan una carga onerosa para dichas empresas, agobiadas además por la competencia de las corporaciones y monopolios.
El campesinado actual va perdiendo lentamente sus viejas costumbres y el conservadurismo, ingresando plenamente en el juego mercantil, dependiendo de la tecnología y los fertilizantes, de los préstamos y las ventas. Aún en la miseria, se va introduciendo en la condición moderna y la distancia con la clase obrera va dejando lugar a la integración entre cadenas de valor agregado dentro de la interrelación general de la sociedad.
Hoy, el obrero reducido a su fuerza de trabajo va siendo excluido del sistema por el desarrollo tecnológico. Su capacitación, tecnificación y profesionalización generales están a la vista. Pero eso no cambia su posición en la estructura económica general, en su actuación política y, sobre todo, en su característica de asalariado y servidor del capital. Al contrario, con su preparación genera cuotas de valor de mayor magnitud, pero es feliz en su esclavitud.
Y, sin embargo, aunque la miseria en sí misma no es la condición del carácter revolucionario de la clase obrera como la miseria que es producto del trabajo, la existencia de los “pobres en miseria extrema”, quienes “no tienen una ingesta de calorías suficiente para una vida útil”, muestra uno de los efectos más destructores del capitalismo superdesarrollado de todos los tiempos.
El concepto de la clase obrera hoy tiene que conjugar en un solo problema estos dos polos del trabajo, el especializado y el carente de ocupación proveniente del mismo desarrollo tecnológico. A la vez, ha de reunir a dos polos que forman el otro eje de la clase activa: quienes ya aportaron su cuota de trabajo a la existencia social, los jubilados, y quienes se preparan para ingresar como estudiantes que incrementarán la cuota de valor agregado. Todos ellos, de manera directa o indirecta, se agrupan alrededor de los trabajadores activos y forman hoy la clase obrera que, según algunos, ha desaparecido.
El movimiento socialista deberá encontrar un lugar a cada grupo en la revolución y deberá responder a su existencia en la nueva sociedad. No podrá, para comenzar, continuar ofreciendo a los trabajadores pobres el discurso del resentimiento que desata la furia a partir de las carencias urgentes. Al contrario, en lugar de la psicología del odio deberá levantar la conciencia de la indignación justa contra lo existente, basada en el poder productor del trabajador y los valores que el trabajo ofrece al futuro de la humanidad en todos los órdenes.

El problema del partido obrero

Por su parte, la existencia del partido tiene su fundamento en la praxis, no es un organismo natural como la familia o civil como la unidad productiva, que son permanentes en la historia. Por lo tanto, debe definir sus principios, funciones y fines con claridad. Y, por supuesto, esta definición no puede girar sobre sí misma, pues sólo tiene significado en relación con la clase obrera y su misión histórica. Las condiciones de ambos son distintas. La clase tiene su asiento en la realidad histórica, el partido en la praxis histórica; es la conciencia de la revolución lo que une a ambos y da por resultante la constitución de un mundo nuevo. Sus características son:

* En primer lugar, es un partido de clase, distinto a los partidos de presión y a los “de número” que se disputan el poder en el mercado electoral; no tiene la necesidad de simular y ocultar su ideología obrera, debe mostrar su contenido comprometido en todos los aspectos con los trabajadores del país y del mundo. Hacer públicos su programa y sus fines históricos contribuye a deslindar los campos de la conciencia colectiva que ayudan a orientarse en la vida pública.

* En segundo lugar, es un partido histórico, no sólo porque su existencia es determinada por las características de la sociedad moderna y no por el ingenio de sus fundadores, por una camarilla o grupo de poder; sino porque no se forma para manipular masas o adquirir poder dentro del orden existente. Su objetivo es adquirir poder para transformar la sociedad, abrir el paso a la historia y fundar una sociedad nueva.

* En tercer lugar, es un partido humanista, no en el sentido común de contar con frases donde se promete servir al hombre, sino que, fusionado con la clase obrera revolucionaria, cuyo destino histórico es hacer desaparecer las clases y a ella misma para dar paso a una nueva humanidad, no puede actuar ni pensar parcial y sesgadamente. Debe asumir a: la razón como modo de conciencia universal, a la praxis como modo de accionar, a la justicia como modo de conjugación colectiva de las personas, los intereses y las formaciones sociales, y a la libertad como modo de vida que eleve las fuerzas del hombre en general.

Ahora bien, siendo su existencia un modo de la praxis, sus fines son claros:

* Contribuir a que la clase obrera conquiste su independencia de conciencia, de organización y de acción, tanto en sus luchas naturales, civiles como políticas.

* Educar a los trabajadores en la conquista de sus libertades humanas básicas (tales como la libertad de expresión, de asociación, de tránsito, de comunicación, de información, etc.), civiles (derecho a la educación, la salud, la seguridad, la ocupación, la habitación, etc.) y políticas (formación de su propio estado, deliberación política y judicial, gobierno, actuación pública).

Orientar sus acciones a la organización de la clase obrera en partido político. Lo cual significa la integración de la misión histórica de la clase, dotada de fuerza real y transformadora, de los modos de acción tácticos y estratégicos para transformar el mundo capitalista y del saber necesario para constituir la nueva sociedad.

* Organizar la transformación revolucionaria.

* Representar la clase, identificarse con ella y asumir su papel histórico, significa asumir los valores que la clase contiene como nuevos modos de vida morales, éticos, cívicos, estéticos, intelectuales, etc. E implica actuar conforme a fines claros y válidos críticamente.

Como se indicó, el uso de todas las formas de lucha en el socialismo leninista condujo a justificar todos los medios con tal de alcanzar el fin de la revolución. Todo lo cual dio por resultado el relativismo de los valores que acabó por no creer en la justeza de ningún acto en sí mismo. Hoy, en la actuación partidaria el problema es sostener la dignidad humana sin convertirse en una pieza que obedece ciegamente las decisiones cupulares, sin mitificar la existencia del organismo, pero asegurando su actuación efectiva.
Para superar los vicios generados en la acción, se requiere:

* Recuperar el honor de ser miembro del partido, contra el empirismo actuar históricamente, contra el protagonismo actuar colectivamente, contra el servilismo actuar conscientemente, contra la mentira la crítica.

* Conocer la dialéctica de la acción en sus tendencias históricas, los ciclos económicos y políticos, las crisis, aprendiendo a anticipar, organizar y guiar la lucha por la transformación histórica, impulsar la formación de nuevas necesidades civiles, políticas, espirituales e históricas en los trabajadores, enlazadas a los fines de los momentos de la clase, hacer factible la continuidad de la actividad desde la lucha espontánea hasta la histórica, destacando las limitaciones de las luchas civiles por las necesidades básicas, la propiedad, la cultura, etc.

* Organizar la conciencia colectiva dando fundamento y explicación a los hechos y fines a las acciones. Sobre todo, superar el instrumentalismo que usa la denuncia y el programa para manipular a la conciencia obrera. Tomar la conciencia como parte del mundo y, por tanto, como forma de vida y fuerza eficaz, no simple reflejo o sombra de la realidad material; aprendiendo a convertir la conciencia en consignas de acción.

Sobre todo, asegurar la validez de la conciencia superando la alienación que deforma la percepción del mundo y de la clase misma, poniendo las cosas invertidas a como realmente son. La conciencia no es un reflejo mecánico, es traducción de lo real en conceptos y teorías claros y saber convertir las ideas en realidades a través de la praxis histórica. El eje central de esta actividad es la formación de la autoconciencia de clase, que eleve las capacidades históricas de ella.

* Organizar la actividad en sus diferentes alcances. A las capacidades para denunciar, organizar y propagandear, se debe agregar la preparación para superar la práctica que encierra el movimiento en márgenes restringidos (como las luchas salariales que son anuladas por la inflación en un ciclo reiterativo) o la disputa electoral por los votos a toda costa, desvirtuando los principios, el programa y los fines; superar la técnica a la que basta la eficiencia en las acciones (planeación profesional, anticipación, cálculo de resultados) para llegar a la praxis constitutiva capaz de crear situaciones proyectando los principios de la vida histórica. Sobre todo, salir de lo dado y de las necesidades inmediatas para hacer efectivas las tendencias universales que empujan la historia en la dirección de la liberación del trabajo. [S. Iglesias. Teoría de la praxis. 2004].

* Particularmente, es imperioso al partido organizar el saber sobre la sociedad, la historia y el hombre. Aprender que la historia no se repite y que la resultante de las acciones rebasa a sus autores, cobrando una dialéctica propia que los movimientos desatan. Y, por tanto, el saber del revolucionario no es un saber técnico para aplicar, calcar o “nacionalizar” (como se hizo con el marxismo), sino una luz que permite ver los problemas cuyas soluciones deben ser dadas por la clase y el movimiento en acción.

Un saber que tampoco es suficiente y debe llegar al pensar desarrollado, liberando las fuerzas subjetivas para conocer la realidad, deliberar sobre la historia y tomar decisiones. Lo cual significa que la teoría obrera no es un saber neutral sino teoría viva cargada de intelecto objetivo, de valores, fines universales y propuestas de transformación. Un pensar no degradado como ciencia, la que es un saber para aplicar en la producción social; y tampoco como doctrina que debe ser implantada para manipular el comportamiento. Sólo así se puede superar la tentación de convertir la conciencia, el marxismo y la teoría, en un dogma para imponerlo a la sociedad y censurar a los disidentes.

* Ejercer la crítica y la autocrítica. Su importancia es conocida para todo movimiento transformador: para luchar contra un orden existente debe ejercerse la crítica contra sus injusticias, negarlo en su validez e impugnarlo con acciones reales. Pero su peso es cardinal para asegurar la validez de las tesis que impugnan lo existente, pues la prueba de éstas no es empírica sino que proyecta su demostración hacia el futuro.

Esta cuestión, como se sabe, estuvo ligada al problema del centralismo-democrático, a la corrección de los errores de los militantes, la deliberación partidaria, la forma de examinar los problemas y de proponer soluciones. En los 60’s, la palabra “crítica” se usó indiscriminadamente para revestir toda consigna y afirmación de fuerza y validez; en la educación, se creyó que con una enseñanza crítica se podían transformar la conciencia y el mundo. De esa manera, el mismo término perdió toda precisión y significado para volverse una palabra vacía con la que se abre la puerta al ataque contra lo existente, pero sin asegurar su validez y sin proponer nada que contribuya a fundar una nueva sociedad.
Por eso, se requiere recuperar la crítica como un modo de pensar capaz de mostrar las condiciones y fundamentos de posibilidad de las afirmaciones, de las propuestas, de los fines. Sólo así se puede asegurar la validez y la factibilidad de lo que se propone. De lo contrario, las propuestas quedan en el aire y, aunque puedan ser realizables, no contribuyen a fundar el mundo nuevo.
A la vez, la autoconciencia y el examen de la actuación propia por parte de la clase y de cada quien, exige la autocrítica, el conocimiento de las causas de nuestra forma de pensar y de existir, las bases de nuestras convicciones y propensiones. Y, por eso, no puede seguirse pensando que la conciencia y la conducta de los sujetos son simple reflejo de las condiciones materiales, pues en la crítica radica la lucidez que permite corregir, modificar y dar fuerza a la conciencia del movimiento. De allí la importancia de la sociología de la conciencia y del conocimiento, que permiten analizar las conexiones de la conciencia con lo real, examinar la forma en que la realidad se proyecta en la conciencia y las maneras en que ésta tiende a volverse objetiva impregnando a las acciones. [S. Iglesias. Opción a la crítica. 1975; Conciencia y sociedad. 1981].
El movimiento socialista se equivocó doblemente en este asunto. Por un lado, en lugar de ejercer la crítica en sentido estricto, sin renunciar a la profundidad del pensamiento y sin someterla al nivel de las capas más ignorantes de la sociedad, se le redujo a la simple impugnación, en un activismo sin destino. Por otro, en el aparato partidario la crítica se volvió la alabanza de los éxitos del socialismo y de sus líderes. Y la autocrítica, que debía ser la honestidad intelectual puesta a toda prueba, se volvió confesión de los pecados revolucionarios, abyección frente al partido mitificado o censura brutal, como en los crímenes de Moscú en 1936-38.
El fondo de todo esto estaba en el terreno de los principios y la acción política. Dejada la crítica como ejercicio dependiente de la voluntad de las personas, fácil era que perdiera toda gravedad y se volviera calumnia y censura. Pero su verdadero lugar está en la base de la soberanía. La crítica, más allá del ejercicio de conciencia, es, como acción, la vigilancia y la supervisión que el pueblo trabajador debe ejercer desde la base sobre sus organismos y representantes. Es una forma del ejercicio de su soberanía que no puede agotarse en la elección de sus representantes. Tampoco puede ejercerse burdamente en la acción directa anarquista, pues es el ejercicio permanente del pensamiento racional. De allí se desprende la importancia insustituible de la crítica y la autocrítica organizadas en la vida socialista.